XIX. Lo que les ocurriу en Surinam y de cуmo Cбndido conociу a Martнn

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La primera jornada de nuestros dos caminantes fue bastante agradable, alentados por la idea de encontrarse posesores de mayores tesoros que cuantos en Asia, Europa y Бfrica se podнan reunir. El enamorado Cбndido grabу el nombre de Cunegunda en las cortezas de los бrboles. En la segunda jornada se hundieron en pantanos dos carneros y perecieron con la carga que llevaban, otros dos se murieron de cansancio algunos dнas despuйs; luego perecieron de hambre de siete a ocho en un desierto; de allн a algunos dнas se cayeron otros en unos precipicios; por fin, a los cien dнas de viaje no les quedaron mбs que dos carneros. Cбndido dijo a Cacambo: Ya ves, amigo, quй deleznables son las riquezas de este mundo; nada hay sуlido, como no sea la virtud y la dicha de ver nuevamente a la seсorita Cunegunda. Confiйsolo asн, dijo Cacambo; pero todavнa tenemos dos carneros con mбs tesoros que cuantos podrб poseer el rey de Espaсa, y desde aquн diviso una ciudad que presumo ha de ser Surinбm, colonia holandesa. Al tйrmino de nuestras miserias tocamos y al principio de nuestra ventura.

En las inmediaciones del pueblo encontraron a un negro tendido en el suelo, que no tenнa mбs que la mitad de su vestido, esto es, unos calzoncillos de lienzo azul; al pobre le faltaba la pierna izquierda y la mano derecha. ЎDios mнo!, le dijo Cбndido, їquй haces ahн, amigo, en la terrible situaciуn en que te veo? Estoy aguardando a mi amo el seсor de Vanderdendur, famoso negociante, respondiу el negro. їHa sido, por ventura, el seсor Vanderdendur quien tal te ha parado?, dijo Cбndido. Sн, seсor, respondiу el negro; asн es de prбctica: nos dan un par de calzoncillos de lienzo dos veces al aсo para que nos vistamos; cuando trabajamos en los ingenios de azъcar, y nos coge un dedo la piedra del molino, nos cortan la mano; cuando nos queremos escapar, nos cortan una pierna; yo me he visto en ambos casos, y a ese precio se come azъcar en Europa. Sin embargo, cuando mi madre me vendiу en la costa de Guinea, por dos escudos patagones, me dijo: Hijo mнo, da gracias a nuestros fetiches y adуralos sin cesar para que vivas feliz; ya logras de ellos la gracia de ser esclavo de nuestros seсores los blancos y de hacer afortunados a tu padre y a tu madre. Yo no sй, Ўay!, si los he hecho afortunados; lo que sй es que ellos me han hecho muy desdichado, y que los perros, los monos y los papagayos lo son mil veces menos que nosotros. Los fetiches holandeses que me han convertido, dicen que los blancos y los negros somos hijos de Adбn. Yo no soy genealogista: pero si los predicadores dicen la verdad, todos somos primos hermanos; y no es posible portarse de un modo mбs horroroso con sus propios parientes.

ЎOh, Pangloss!, exclamу Cбndido, esta abominaciуn no la habнas adivinado: se acabу, serб fuerza que abjure de tu optimismo. їQuй es el optimismo?, dijo Cacambo. ЎAh!, respondiу Cбndido, es la manнa de sustentar que todo estб bien cuando estб uno muy mal. Vertнa lбgrimas al decirlo, contemplando al negro, y entrу llorando en Surinбm.

Lo primero que preguntaron fue si habнa en el puerto algъn navнo que se pudiera fletar a Buenos Aires. El hombre a quien se lo preguntaron era justamente un patrуn espaсol, que se ofreciу a negociar honradamente con ellos, y les dio cita en una hosterнa, adonde Cбndido y Cacambo le fueron a esperar con sus carneros.

Cбndido, que llevaba siempre el corazуn en las manos, contу todas sus aventuras al espaсol y le confesу que querнa raptar a la seсorita Cunegunda. Ya me guardarй yo, le respondiу aquйl, de pasarles a ustedes a Buenos Aires, porque serнa irremisiblemente ahorcado, y ustedes ni mбs ni menos; la hermosa Cunegunda es la favorita de Monseсor. Este dicho fue una puсalada en el corazуn de Cбndido; llorу amargamente, y despuйs de su llanto, llamando aparte a Cacambo, le dijo: Escucha, querido amigo, lo que tienes que hacer: cada uno de nosotros lleva en el bolsillo uno o dos millones de pesos en diamantes, y tъ eres mбs astuto que yo; vete a Buenos Aires en busca de Cunegunda. Si pone el gobernador alguna dificultad, dale cien mil duros; si no basta, dale doscientos mil: tъ no has muerto a inquisidor ninguno y nadie te perseguirб. Yo fletarй otro navнo y te irй a esperar a Venecia, que es paнs libre, donde no hay ni bъlgaros, ni бvaros, ni judнos, ni inquisidores que temer. Pareciуle bien a Cacambo tan prudente determinaciуn. Lo afligнa separarse de un amo tan bueno; pero la satisfacciуn de servirle pudo mбs que el sentimiento de dejarle. Abrazбronse derramando muchas lбgrimas, Cбndido le encomendу que no se olvidara de la buena vieja, y Cacambo partiу aquel mismo dнa; el tal Cacambo era un excelente individuo.

Detъvose algъn tiempo Cбndido en Surinбm, esperando a que hubiese otro patrуn que lo llevase a Italia con los dos carneros que le habнan quedado. Tomу criados para su servicio, y comprу todo cuanto era necesario para un largo viaje; finalmente, se le presentу el seсor Vanderdendur, armador de una gruesa embarcaciуn. їCuбnto pide usted, le preguntу, por llevarme directamente a Venecia, con mis criados, mi bagaje y los dos carneros que usted ve? El patrуn pidiу diez mil duros y Cбndido se los ofreciу sin rebaja. ЎHola, hola!, dijo entre sн el prudente Vanderdendur. їConque este extranjero da diez mil duros sin regatear? Menester es que sea muy rico. Volviу de allн a un rato y dijo que no podнa hacer el viaje por menos de veinte mil. Veinte mil le darй a usted, dijo Cбndido. Toma, dijo en voz baja el mercader, їconque da veinte mil duros con la misma facilidad que diez mil? Otra vez volviу, y dijo que no le podнa llevar a Venecia si no le daba treinta mil duros. Pues treinta mil serбn, respondiу Cбndido. ЎAh!, Ўah!, murmurу el holandйs; treinta mil duros no le cuestan nada a este hombre; sin duda que en los dos carneros lleva inmensos tesoros; no insistamos mбs; hagamos que nos pague los treinta mil duros, y luego veremos. Vendiу Cбndido los diamantes, que el mбs chico valнa mбs que todo cuanto dinero le habнa pedido el patrуn, y le pagу adelantado. Estaban ya embarcados los dos carneros, y seguнa Cбndido de lejos en una lancha para ir al navнo que estaba en la rada; el patrуn se aprovecha de la ocasiуn, leva anclas y sesga el mar llevando el viento en popa. En breve lo pierde de vista Cбndido, confuso y estupefacto. ЎAy!, exclamaba, esta picardнa es digna del antiguo hemisferio. Vuйlvese a la playa anegado en su dolor, y habiendo perdido lo que bastaba para hacer ricos a veinte monarcas. Fuera de sн, se va a dar parte al juez holandйs, y en el arrebato de su turbaciуn llama muy recio a la puerta; entra, cuenta su cuita, y alza la voz algo mбs de lo que era regular. Lo primero que hizo el juez fue condenarle a pagar diez mil duros por la bulla que habнa metido: oyуle luego con mucha pachorra, le prometiу que examinarнa el asunto asн que volviera el mercader, y exigiу otros diez mil duros por los derechos de audiencia.

Esta conducta acabу de desesperar a Cбndido; y aunque a la verdad habнa padecido otras desgracias mil veces mбs crueles, la calma del juez y del patrуn que le habнa robado le exaltaron la cуlera y le ocasionaron una negra melancolнa. Presentбbase a su mente la maldad humana en toda su fealdad, y sуlo pensamientos tristes revolvнa. Por fin, estando dispuesto a salir para Burdeos un navнo francйs, y no quedбndole carneros cargados de diamantes que embarcar, ajustу en lo que valнa un camarote del navнo, y mandу pregonar en la ciudad que pagaba el viaje, la manutenciуn y daba dos mil duros a un hombre de bien que le quisiera acompaсar, con la condiciуn de que fuese el mбs descontento de su suerte y el mбs desdichado de la provincia.

Presentуse una cбfila tal de pretendientes, que no hubieran podido caber en una escuadra. Queriendo Cбndido escoger los que mejor educados parecнan, seсalу hasta unos veinte que le parecieron mбs sociables, y todos pretendнan que merecнan la preferencia. Reuniуlos en su posada y los convidу a cenar, poniendo por condiciуn que hiciese cada uno de ellos juramento de contar con sinceridad su propia historia, y prometiendo escoger al que mбs digno de compasiуn y, a justo tнtulo, mбs descontento de su suerte le pareciese, y dar a los demбs una gratificaciуn. Durу la sesiуn hasta las cuatro de la madrugada; y al oнr sus aventuras o desventuras se acordaba Cбndido de lo que le habнa dicho la vieja cuando iban a Buenos Aires y de la apuesta que habнa hecho de que no habнa uno en el navнo a quien no hubiesen acontecido gravнsimas desdichas. A cada desgracia que contaban, pensaba en Pangloss y decнa: el tal Pangloss apurado se habнa de ver para demostrar su sistema: yo quisiera que se hallase aquн. Es cierto que si todo estб bien es en El Dorado, pero no en el resto del mundo. Finalmente, se determinу en favor de un hombre docto y pobre, que habнa trabajado diez aсos para los libreros de Amsterdam. Cбndido pensу que no habнa en el mundo otro oficio mбs lamentable.

Este sabio, que era hombre de muy buena pasta, habнa sido robado por su mujer, aporreado por su hijo, y su hija le habнa abandonado para escaparse con un portuguйs. Le acababan de quitar un miserable empleo del cual vivнa y lo perseguнan los predicadores de Surinбm porque lo tachaban de sociniano. Hase de confesar que los demбs eran por lo menos tan desventurados como йl; pero Cбndido esperaba que con el sabio se aburrirнa menos en el viaje. Todos sus competidores se quejaron de la injusticia manifiesta de Cбndido; mas йste los calmу repartiendo cien duros a cada uno.

La primera jornada de nuestros dos caminantes fue bastante agradable, alentados por la idea de encontrarse posesores de mayores tesoros que cuantos en Asia, Europa y Бfrica se podнan reunir. El enamorado Cбndido grabу el nombre de Cunegunda en las cortezas de los бrboles. En la segunda jornada se hundieron en pantanos dos carneros y perecieron con la carga que llevaban, otros dos se murieron de cansancio algunos dнas despuйs; luego perecieron de hambre de siete a ocho en un desierto; de allн a algunos dнas se cayeron otros en unos precipicios; por fin, a los cien dнas de viaje no les quedaron mбs que dos carneros. Cбndido dijo a Cacambo: Ya ves, amigo, quй deleznables son las riquezas de este mundo; nada hay sуlido, como no sea la virtud y la dicha de ver nuevamente a la seсorita Cunegunda. Confiйsolo asн, dijo Cacambo; pero todavнa tenemos dos carneros con mбs tesoros que cuantos podrб poseer el rey de Espaсa, y desde aquн diviso una ciudad que presumo ha de ser Surinбm, colonia holandesa. Al tйrmino de nuestras miserias tocamos y al principio de nuestra ventura.

En las inmediaciones del pueblo encontraron a un negro tendido en el suelo, que no tenнa mбs que la mitad de su vestido, esto es, unos calzoncillos de lienzo azul; al pobre le faltaba la pierna izquierda y la mano derecha. ЎDios mнo!, le dijo Cбndido, їquй haces ahн, amigo, en la terrible situaciуn en que te veo? Estoy aguardando a mi amo el seсor de Vanderdendur, famoso negociante, respondiу el negro. їHa sido, por ventura, el seсor Vanderdendur quien tal te ha parado?, dijo Cбndido. Sн, seсor, respondiу el negro; asн es de prбctica: nos dan un par de calzoncillos de lienzo dos veces al aсo para que nos vistamos; cuando trabajamos en los ingenios de azъcar, y nos coge un dedo la piedra del molino, nos cortan la mano; cuando nos queremos escapar, nos cortan una pierna; yo me he visto en ambos casos, y a ese precio se come azъcar en Europa. Sin embargo, cuando mi madre me vendiу en la costa de Guinea, por dos escudos patagones, me dijo: Hijo mнo, da gracias a nuestros fetiches y adуralos sin cesar para que vivas feliz; ya logras de ellos la gracia de ser esclavo de nuestros seсores los blancos y de hacer afortunados a tu padre y a tu madre. Yo no sй, Ўay!, si los he hecho afortunados; lo que sй es que ellos me han hecho muy desdichado, y que los perros, los monos y los papagayos lo son mil veces menos que nosotros. Los fetiches holandeses que me han convertido, dicen que los blancos y los negros somos hijos de Adбn. Yo no soy genealogista: pero si los predicadores dicen la verdad, todos somos primos hermanos; y no es posible portarse de un modo mбs horroroso con sus propios parientes.

ЎOh, Pangloss!, exclamу Cбndido, esta abominaciуn no la habнas adivinado: se acabу, serб fuerza que abjure de tu optimismo. їQuй es el optimismo?, dijo Cacambo. ЎAh!, respondiу Cбndido, es la manнa de sustentar que todo estб bien cuando estб uno muy mal. Vertнa lбgrimas al decirlo, contemplando al negro, y entrу llorando en Surinбm.

Lo primero que preguntaron fue si habнa en el puerto algъn navнo que se pudiera fletar a Buenos Aires. El hombre a quien se lo preguntaron era justamente un patrуn espaсol, que se ofreciу a negociar honradamente con ellos, y les dio cita en una hosterнa, adonde Cбndido y Cacambo le fueron a esperar con sus carneros.

Cбndido, que llevaba siempre el corazуn en las manos, contу todas sus aventuras al espaсol y le confesу que querнa raptar a la seсorita Cunegunda. Ya me guardarй yo, le respondiу aquйl, de pasarles a ustedes a Buenos Aires, porque serнa irremisiblemente ahorcado, y ustedes ni mбs ni menos; la hermosa Cunegunda es la favorita de Monseсor. Este dicho fue una puсalada en el corazуn de Cбndido; llorу amargamente, y despuйs de su llanto, llamando aparte a Cacambo, le dijo: Escucha, querido amigo, lo que tienes que hacer: cada uno de nosotros lleva en el bolsillo uno o dos millones de pesos en diamantes, y tъ eres mбs astuto que yo; vete a Buenos Aires en busca de Cunegunda. Si pone el gobernador alguna dificultad, dale cien mil duros; si no basta, dale doscientos mil: tъ no has muerto a inquisidor ninguno y nadie te perseguirб. Yo fletarй otro navнo y te irй a esperar a Venecia, que es paнs libre, donde no hay ni bъlgaros, ni бvaros, ni judнos, ni inquisidores que temer. Pareciуle bien a Cacambo tan prudente determinaciуn. Lo afligнa separarse de un amo tan bueno; pero la satisfacciуn de servirle pudo mбs que el sentimiento de dejarle. Abrazбronse derramando muchas lбgrimas, Cбndido le encomendу que no se olvidara de la buena vieja, y Cacambo partiу aquel mismo dнa; el tal Cacambo era un excelente individuo.

Detъvose algъn tiempo Cбndido en Surinбm, esperando a que hubiese otro patrуn que lo llevase a Italia con los dos carneros que le habнan quedado. Tomу criados para su servicio, y comprу todo cuanto era necesario para un largo viaje; finalmente, se le presentу el seсor Vanderdendur, armador de una gruesa embarcaciуn. їCuбnto pide usted, le preguntу, por llevarme directamente a Venecia, con mis criados, mi bagaje y los dos carneros que usted ve? El patrуn pidiу diez mil duros y Cбndido se los ofreciу sin rebaja. ЎHola, hola!, dijo entre sн el prudente Vanderdendur. їConque este extranjero da diez mil duros sin regatear? Menester es que sea muy rico. Volviу de allн a un rato y dijo que no podнa hacer el viaje por menos de veinte mil. Veinte mil le darй a usted, dijo Cбndido. Toma, dijo en voz baja el mercader, їconque da veinte mil duros con la misma facilidad que diez mil? Otra vez volviу, y dijo que no le podнa llevar a Venecia si no le daba treinta mil duros. Pues treinta mil serбn, respondiу Cбndido. ЎAh!, Ўah!, murmurу el holandйs; treinta mil duros no le cuestan nada a este hombre; sin duda que en los dos carneros lleva inmensos tesoros; no insistamos mбs; hagamos que nos pague los treinta mil duros, y luego veremos. Vendiу Cбndido los diamantes, que el mбs chico valнa mбs que todo cuanto dinero le habнa pedido el patrуn, y le pagу adelantado. Estaban ya embarcados los dos carneros, y seguнa Cбndido de lejos en una lancha para ir al navнo que estaba en la rada; el patrуn se aprovecha de la ocasiуn, leva anclas y sesga el mar llevando el viento en popa. En breve lo pierde de vista Cбndido, confuso y estupefacto. ЎAy!, exclamaba, esta picardнa es digna del antiguo hemisferio. Vuйlvese a la playa anegado en su dolor, y habiendo perdido lo que bastaba para hacer ricos a veinte monarcas. Fuera de sн, se va a dar parte al juez holandйs, y en el arrebato de su turbaciуn llama muy recio a la puerta; entra, cuenta su cuita, y alza la voz algo mбs de lo que era regular. Lo primero que hizo el juez fue condenarle a pagar diez mil duros por la bulla que habнa metido: oyуle luego con mucha pachorra, le prometiу que examinarнa el asunto asн que volviera el mercader, y exigiу otros diez mil duros por los derechos de audiencia.

Esta conducta acabу de desesperar a Cбndido; y aunque a la verdad habнa padecido otras desgracias mil veces mбs crueles, la calma del juez y del patrуn que le habнa robado le exaltaron la cуlera y le ocasionaron una negra melancolнa. Presentбbase a su mente la maldad humana en toda su fealdad, y sуlo pensamientos tristes revolvнa. Por fin, estando dispuesto a salir para Burdeos un navнo francйs, y no quedбndole carneros cargados de diamantes que embarcar, ajustу en lo que valнa un camarote del navнo, y mandу pregonar en la ciudad que pagaba el viaje, la manutenciуn y daba dos mil duros a un hombre de bien que le quisiera acompaсar, con la condiciуn de que fuese el mбs descontento de su suerte y el mбs desdichado de la provincia.

Presentуse una cбfila tal de pretendientes, que no hubieran podido caber en una escuadra. Queriendo Cбndido escoger los que mejor educados parecнan, seсalу hasta unos veinte que le parecieron mбs sociables, y todos pretendнan que merecнan la preferencia. Reuniуlos en su posada y los convidу a cenar, poniendo por condiciуn que hiciese cada uno de ellos juramento de contar con sinceridad su propia historia, y prometiendo escoger al que mбs digno de compasiуn y, a justo tнtulo, mбs descontento de su suerte le pareciese, y dar a los demбs una gratificaciуn. Durу la sesiуn hasta las cuatro de la madrugada; y al oнr sus aventuras o desventuras se acordaba Cбndido de lo que le habнa dicho la vieja cuando iban a Buenos Aires y de la apuesta que habнa hecho de que no habнa uno en el navнo a quien no hubiesen acontecido gravнsimas desdichas. A cada desgracia que contaban, pensaba en Pangloss y decнa: el tal Pangloss apurado se habнa de ver para demostrar su sistema: yo quisiera que se hallase aquн. Es cierto que si todo estб bien es en El Dorado, pero no en el resto del mundo. Finalmente, se determinу en favor de un hombre docto y pobre, que habнa trabajado diez aсos para los libreros de Amsterdam. Cбndido pensу que no habнa en el mundo otro oficio mбs lamentable.

Este sabio, que era hombre de muy buena pasta, habнa sido robado por su mujer, aporreado por su hijo, y su hija le habнa abandonado para escaparse con un portuguйs. Le acababan de quitar un miserable empleo del cual vivнa y lo perseguнan los predicadores de Surinбm porque lo tachaban de sociniano. Hase de confesar que los demбs eran por lo menos tan desventurados como йl; pero Cбndido esperaba que con el sabio se aburrirнa menos en el viaje. Todos sus competidores se quejaron de la injusticia manifiesta de Cбndido; mas йste los calmу repartiendo cien duros a cada uno.