XIX.- Las justas.
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Fue recibida la reina en Babilonia con aquel jъbilo con que se recibe siempre una princesa hermosa y desdichada. Entonces Babilonia parecнa algo mas quieta: el prнncipe de Hircania habнa perdido la vida en una batalla, y los Babilonios vencedores declararon que Astarte se casarнa con el que fuera elegido por soberano. Mas no quisieron que el primer puesto del mundo, que era el de esposo de Astarte y monarca de Babilonia, pendiese de enredos y partidos; y juraron reconocer por rey al mas valiente y discreto. Levantaron a pocas leguas de la ciudad un vasto palenque cercado de anfiteatros magnнficamente adornados; los mantenedores se habнan de presentar armados de punta en blanco, y se le habнa seсalado a cada uno un aposento separado, donde no podнa ver ni hablar a nadie. Se habнan de correr cuatro lanzas; y los que tuviesen la dicha de vencer a cuatro caballeros, habнan luego de pelear unos con otros: de suerte que el postrero por quien quedara el campo fuese proclamado vencedor del torneo. Cuatro dнas despuйs habнa de volver con las mismas armas, y acertar las adivinanzas que propusiesen los magos; y si no las acertase, no habнa de ser rey, mas se habнan de volver a correr lanzas, hasta que se diese con un hombre que saliese con victoria en ambas pruebas; porque estaban resueltos a no reconocer por rey a quien no fuese el mas valiente y mas discreto. En todo este tiempo no se permitнa a la reina comunicar con nadie: solo se le daba licencia para que asistiera a los juegos cubierta de un velo; pero no se le consentнa hablar con ninguno de los pretendientes, porque no hubiese injusticia ni valimiento.
Este aviso daba Astarte a su amante, esperando que acreditada por ella mas valor y discreciуn que nadie. Partiуse Zadig, suplicando a Venus que fortaleciera su бnimo y alumbrara su entendimiento, y llegу a las riberas del Eъfrates la vнspera del solemne dнa. Hizo asentar luego su mote entre los de los demбs combatientes, escondiendo su nombre y su rostro, como mandaba la ley, y se fue a descansar al aposento que le habнa cabido en suerte. Su amigo Cador que estaba de vuelta en Babilonia, habiйndole buscado en Egipto, mandу llevar a su cuarto una armadura completa que le enviaba la reina, y tambiйn con ella el caballo mas lozano de la Persia. Bien vio Zadig que estas dбdivas eran de mano de Astarte, y adquiriу nuevo vigor, y esperanzas nuevas su amor y su denuedo.
Al dнa siguiente, sentada la reina bajo un dosel guarnecido de piedras preciosas, y llenos los anfiteatros de todas las damas y de gente de todos estados de Babilonia, se dejaron ver en el circo los mantenedores. Puso cada uno su mote a los pies del sumo mago: sorteбronse, y el de Zadig fue el postrero. Presentуse el primero un seсor muy rico, llamado Itobad, tan lleno de vanidad como falto de valor, de habilidad, y de entendimiento. Habнanle persuadido sus sirvientes a que un hombre como el debнa de ser rey, y йl les habнa respondido: Un hombre como yo debe reinar. Habнanle armado pues de pies a cabeza: llevaba unas armas de oro con esmaltes verdes, un penacho verde, y la lanza colgada con cintas verdes. Por el modo de gobernar Itobad su caballo, se echу luego de ver que no habнa destinado el cetro de Babilonia a un hombre como йl el cielo. El primer caballero que corriу lanza le hizo perder los estribos, y el segundo le tirу por las ancas del caballo a tierra, las piernas arriba, y los brazos abiertos. Volviу a montar Itobad, pero haciendo tan triste figura, que todo el anfiteatro soltу la risa. No se dignу el tercero de tocarle con la lanza; sino que al pasar junto a йl le agarrу por la pierna derecha, y haciйndole dar media vuelta, le derribу en la arena; los escuderos de los juegos acudieron a levantarle riйndose: el cuarto combatiente le coge por la pierna izquierda, y le tira del otro lado. Condujйronle con mil baldones a su aposento, donde conforme a la ley habнa de pasar aquella noche: y decнa, pudiendo apenas menearse: ЎQuй aventura para un hombre como yo!
Mejor desempeсaron su obligaciуn los demбs adalides: hubo algunos que vencieron a dos combatientes, y unos pocos llegaron hasta tres. Solo el prнncipe Otames venciу a cuatro. Presentуse el postrero Zadig, y con mucho donaire sacу de los estribos a cuatro jinetes uno en pos de otro; con esto empezу la lid entre Zadig y Otames. Este traнa armas de azul y oro con un penacho de lo mismo; las de Zadig eran blancas. Los бnimos de los asistentes estaban divididos entre el caballero azul y el blanco: a la reina le palpitaba el corazуn, haciendo fervientes ruegos al ciclo por el color blanco.
Dieron ambos campeones repetidas vueltas y revueltas con tanta ligereza, asentбronse y esquivaron tales botes con las lanzas, y tan fuertes se mantenнan en sus estribos, que todos, menos la reina, deseaban que hubiese dos reyes en Babilonia. Cansados ya los caballos, y rotas las lanzas, usу Zadig esta treta: pasa por detrбs del prнncipe azul, se abalanza a las ancas de su caballo, le coge por la mitad del cuerpo, le derriba en tierra: monta en la silla vacнa, y empieza a dar vueltas al rededor de Otames tendido en el suelo. Clama todo el anfiteatro: Victoria por el caballero blanco. Alzase enfurecido Otames, saca la espada; da Zadig un salto del caballo el alfanje desnudo. Ambos empiezan en la arena nueva y mas peligrosa batalla; ora triunfa la agilidad, ora la fuerza. Vuelan al viento heridos de menudeados golpes el plumaje de sus yelmos, los clavos de sus brazaletes, la malla de sus armas. De punta y de filo se hieren a izquierda, a derecha, la cabeza, el pecho: retiranse, acomйtense; se apartan, se agarran de nuevo; dуblanse como serpientes, embнstense como leones: a cada instante saltan chispas de los golpes que se pegan. Zadig cobra en fin algъn aliento, se para, esquiva un golpe de Otames, no le da vagar, le derriba, le desarma, y Otames exclama: Caballero blanco, a vos es debido el trono de Babilonia. No cabнa en sн la reina de alborozo. Llevaron al caballero azul y al caballero blanco, a cada uno a su aposento, como habнan hecho con todos los demбs, cumpliendo con lo que mandaba la ley. Unos mudos los vinieron a servir, y les trajeron de comer. Bien se puede presumir si seria el mudo de la reina el que sirviу a Zadig. Dejбronlos dormir solos hasta el otro dнa por la maсana, que era cuando habнa de llevar el vencedor su mote al sumo mago, para cotejarle y darse a conocer.
Tan cansado estaba Zadig que durmiу profundamente, puesto que enamorado; mas no dormнa Itobad que estaba acostado en el cuarto inmediato: y levantбndose por la noche entrу en el de Zadig, cogiу sus armas blancas y su mote, y puso las suyas verdes en lugar de ellas. Apenas rayaba el alba, cuando se presentу ufano al sumo mago, declarбndole que un hombre como йl era el vencedor. Nadie lo esperaba, pero fue proclamado, mientras que aun estaba durmiendo Zadig. Volviуse Astarte a Babilonia atуnita y desesperada. Casi vacнo estaba todo el anfiteatro cuando despertу Zadig, y buscando sus armas se encontrу con las verdes en su lugar. Viуse precisado a revestirse de ellas, no teniendo otra cosa de que echar mano. Armase atуnito, indignado y enfurecido, y sale con este arreo. Toda cuanta gente aun habнa en el anfiteatro y el circo le acogiу con mil baldones; todos so le arrimaban, y le daban vaya en su cara: nunca hombre sufriу tan afrentoso desaire. Faltуle la paciencia, y desviу a sablazos el populacho que se atreviу a denostarle; pero no sabia que hacerse, no pudiendo ni ver a la reina, ni reclamar las armas blancas que esta le habнa enviado, por no aventurar su reputaciуn: y mientras que estaba Astarte sumida en un piйlago de dolor, fluctuaba йl entre furores y zozobras. Paseбbase por las orillas del Eъfrates, persuadido a que le habнa destinado su estrella a irremediable desdicha, y recapitulaba en su mente todas sus desgracias, desde la mujer que no podнa ver a los tuertos, hasta la de su armadura. Eso he granjeado, decнa, con haber despertado tarde; si no hubiera dormido tanto, fuera rey de Babilonia, y posesor de Astarte. Asн el saber, las buenas costumbres, el esfuerzo nunca para mas que para mi desdicha me han valido. Exhalуse al cabo en murmuraciones contra, la Providencia, y le vino la tentaciуn de creer que todo lo regia un destino cruel que a los buenos oprimнa, y hacia que prosperasen los caballeros verdes: que uno de sus mayores sentimientos era verse con aquellas armas verdes que tanta mofa le habнan acarreado. Pasу un mercader, a quien se las vendiу muy baratas, y le comprу una bata y una gorra larga. En este traje iba siguiendo la corriente del Eъfrates, desesperado, y acusando en su corazуn a la Providencia que no se cansaba de perseguirle.
Fue recibida la reina en Babilonia con aquel jъbilo con que se recibe siempre una princesa hermosa y desdichada. Entonces Babilonia parecнa algo mas quieta: el prнncipe de Hircania habнa perdido la vida en una batalla, y los Babilonios vencedores declararon que Astarte se casarнa con el que fuera elegido por soberano. Mas no quisieron que el primer puesto del mundo, que era el de esposo de Astarte y monarca de Babilonia, pendiese de enredos y partidos; y juraron reconocer por rey al mas valiente y discreto. Levantaron a pocas leguas de la ciudad un vasto palenque cercado de anfiteatros magnнficamente adornados; los mantenedores se habнan de presentar armados de punta en blanco, y se le habнa seсalado a cada uno un aposento separado, donde no podнa ver ni hablar a nadie. Se habнan de correr cuatro lanzas; y los que tuviesen la dicha de vencer a cuatro caballeros, habнan luego de pelear unos con otros: de suerte que el postrero por quien quedara el campo fuese proclamado vencedor del torneo. Cuatro dнas despuйs habнa de volver con las mismas armas, y acertar las adivinanzas que propusiesen los magos; y si no las acertase, no habнa de ser rey, mas se habнan de volver a correr lanzas, hasta que se diese con un hombre que saliese con victoria en ambas pruebas; porque estaban resueltos a no reconocer por rey a quien no fuese el mas valiente y mas discreto. En todo este tiempo no se permitнa a la reina comunicar con nadie: solo se le daba licencia para que asistiera a los juegos cubierta de un velo; pero no se le consentнa hablar con ninguno de los pretendientes, porque no hubiese injusticia ni valimiento.
Este aviso daba Astarte a su amante, esperando que acreditada por ella mas valor y discreciуn que nadie. Partiуse Zadig, suplicando a Venus que fortaleciera su бnimo y alumbrara su entendimiento, y llegу a las riberas del Eъfrates la vнspera del solemne dнa. Hizo asentar luego su mote entre los de los demбs combatientes, escondiendo su nombre y su rostro, como mandaba la ley, y se fue a descansar al aposento que le habнa cabido en suerte. Su amigo Cador que estaba de vuelta en Babilonia, habiйndole buscado en Egipto, mandу llevar a su cuarto una armadura completa que le enviaba la reina, y tambiйn con ella el caballo mas lozano de la Persia. Bien vio Zadig que estas dбdivas eran de mano de Astarte, y adquiriу nuevo vigor, y esperanzas nuevas su amor y su denuedo.
Al dнa siguiente, sentada la reina bajo un dosel guarnecido de piedras preciosas, y llenos los anfiteatros de todas las damas y de gente de todos estados de Babilonia, se dejaron ver en el circo los mantenedores. Puso cada uno su mote a los pies del sumo mago: sorteбronse, y el de Zadig fue el postrero. Presentуse el primero un seсor muy rico, llamado Itobad, tan lleno de vanidad como falto de valor, de habilidad, y de entendimiento. Habнanle persuadido sus sirvientes a que un hombre como el debнa de ser rey, y йl les habнa respondido: Un hombre como yo debe reinar. Habнanle armado pues de pies a cabeza: llevaba unas armas de oro con esmaltes verdes, un penacho verde, y la lanza colgada con cintas verdes. Por el modo de gobernar Itobad su caballo, se echу luego de ver que no habнa destinado el cetro de Babilonia a un hombre como йl el cielo. El primer caballero que corriу lanza le hizo perder los estribos, y el segundo le tirу por las ancas del caballo a tierra, las piernas arriba, y los brazos abiertos. Volviу a montar Itobad, pero haciendo tan triste figura, que todo el anfiteatro soltу la risa. No se dignу el tercero de tocarle con la lanza; sino que al pasar junto a йl le agarrу por la pierna derecha, y haciйndole dar media vuelta, le derribу en la arena; los escuderos de los juegos acudieron a levantarle riйndose: el cuarto combatiente le coge por la pierna izquierda, y le tira del otro lado. Condujйronle con mil baldones a su aposento, donde conforme a la ley habнa de pasar aquella noche: y decнa, pudiendo apenas menearse: ЎQuй aventura para un hombre como yo!
Mejor desempeсaron su obligaciуn los demбs adalides: hubo algunos que vencieron a dos combatientes, y unos pocos llegaron hasta tres. Solo el prнncipe Otames venciу a cuatro. Presentуse el postrero Zadig, y con mucho donaire sacу de los estribos a cuatro jinetes uno en pos de otro; con esto empezу la lid entre Zadig y Otames. Este traнa armas de azul y oro con un penacho de lo mismo; las de Zadig eran blancas. Los бnimos de los asistentes estaban divididos entre el caballero azul y el blanco: a la reina le palpitaba el corazуn, haciendo fervientes ruegos al ciclo por el color blanco.
Dieron ambos campeones repetidas vueltas y revueltas con tanta ligereza, asentбronse y esquivaron tales botes con las lanzas, y tan fuertes se mantenнan en sus estribos, que todos, menos la reina, deseaban que hubiese dos reyes en Babilonia. Cansados ya los caballos, y rotas las lanzas, usу Zadig esta treta: pasa por detrбs del prнncipe azul, se abalanza a las ancas de su caballo, le coge por la mitad del cuerpo, le derriba en tierra: monta en la silla vacнa, y empieza a dar vueltas al rededor de Otames tendido en el suelo. Clama todo el anfiteatro: Victoria por el caballero blanco. Alzase enfurecido Otames, saca la espada; da Zadig un salto del caballo el alfanje desnudo. Ambos empiezan en la arena nueva y mas peligrosa batalla; ora triunfa la agilidad, ora la fuerza. Vuelan al viento heridos de menudeados golpes el plumaje de sus yelmos, los clavos de sus brazaletes, la malla de sus armas. De punta y de filo se hieren a izquierda, a derecha, la cabeza, el pecho: retiranse, acomйtense; se apartan, se agarran de nuevo; dуblanse como serpientes, embнstense como leones: a cada instante saltan chispas de los golpes que se pegan. Zadig cobra en fin algъn aliento, se para, esquiva un golpe de Otames, no le da vagar, le derriba, le desarma, y Otames exclama: Caballero blanco, a vos es debido el trono de Babilonia. No cabнa en sн la reina de alborozo. Llevaron al caballero azul y al caballero blanco, a cada uno a su aposento, como habнan hecho con todos los demбs, cumpliendo con lo que mandaba la ley. Unos mudos los vinieron a servir, y les trajeron de comer. Bien se puede presumir si seria el mudo de la reina el que sirviу a Zadig. Dejбronlos dormir solos hasta el otro dнa por la maсana, que era cuando habнa de llevar el vencedor su mote al sumo mago, para cotejarle y darse a conocer.
Tan cansado estaba Zadig que durmiу profundamente, puesto que enamorado; mas no dormнa Itobad que estaba acostado en el cuarto inmediato: y levantбndose por la noche entrу en el de Zadig, cogiу sus armas blancas y su mote, y puso las suyas verdes en lugar de ellas. Apenas rayaba el alba, cuando se presentу ufano al sumo mago, declarбndole que un hombre como йl era el vencedor. Nadie lo esperaba, pero fue proclamado, mientras que aun estaba durmiendo Zadig. Volviуse Astarte a Babilonia atуnita y desesperada. Casi vacнo estaba todo el anfiteatro cuando despertу Zadig, y buscando sus armas se encontrу con las verdes en su lugar. Viуse precisado a revestirse de ellas, no teniendo otra cosa de que echar mano. Armase atуnito, indignado y enfurecido, y sale con este arreo. Toda cuanta gente aun habнa en el anfiteatro y el circo le acogiу con mil baldones; todos so le arrimaban, y le daban vaya en su cara: nunca hombre sufriу tan afrentoso desaire. Faltуle la paciencia, y desviу a sablazos el populacho que se atreviу a denostarle; pero no sabia que hacerse, no pudiendo ni ver a la reina, ni reclamar las armas blancas que esta le habнa enviado, por no aventurar su reputaciуn: y mientras que estaba Astarte sumida en un piйlago de dolor, fluctuaba йl entre furores y zozobras. Paseбbase por las orillas del Eъfrates, persuadido a que le habнa destinado su estrella a irremediable desdicha, y recapitulaba en su mente todas sus desgracias, desde la mujer que no podнa ver a los tuertos, hasta la de su armadura. Eso he granjeado, decнa, con haber despertado tarde; si no hubiera dormido tanto, fuera rey de Babilonia, y posesor de Astarte. Asн el saber, las buenas costumbres, el esfuerzo nunca para mas que para mi desdicha me han valido. Exhalуse al cabo en murmuraciones contra, la Providencia, y le vino la tentaciуn de creer que todo lo regia un destino cruel que a los buenos oprimнa, y hacia que prosperasen los caballeros verdes: que uno de sus mayores sentimientos era verse con aquellas armas verdes que tanta mofa le habнan acarreado. Pasу un mercader, a quien se las vendiу muy baratas, y le comprу una bata y una gorra larga. En este traje iba siguiendo la corriente del Eъfrates, desesperado, y acusando en su corazуn a la Providencia que no se cansaba de perseguirle.